sábado , 18 mayo 2024
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Ladrones de bicicletas: la desdicha de un desamparado

El filme sigue siendo un hito en la historia del cine.
A 75 de su estreno, Ladrón de bicicletas se mantiene vigente como referente del neorrealismo. La película se hizo con un presupuesto muy ajustado, en el período de posguerra, pero logró convertirse en un ícono del cine a nivel internacional. Sus actores no eran profesionales: su capital era que conocían las penurias de la vida. Fue un retrato descarnado de la pobreza, criticado por quienes no querían verla.

Alguna vez, Ernest Hemingway dijo que el neorrealismo italiano contaba las cosas “como son”. Al decir de Manuel Villegas López, la autenticidad es un elemento distintivo de esa corriente, movimiento narrativo y cinematográfico, “la más importante y fecunda renovación del cine, tras la segunda guerra mundial”.

El neorrealismo italiano fue la expresión artística que se generó como consecuencia lógica y articulada de la calamidad derivada de la guerra. En esa corriente tuvo realce la historia de las pobres gentes inmersas en supervivencias azarosas, en medio de una economía desquiciada y una sociedad moral y humanamente devastada.

La realidad cotidiana de la década del ‘40, sobre todo en los márgenes de las grandes ciudades, fue el telón en el que se desenvolvieron los dramas de esa época, cargada de desencanto, mostrando las duras condiciones de vida: desocupación, hambre y miseria desesperante. En esa realidad, abrevaron los guionistas y directores que fueron surgiendo en Italia, para recrear en pantalla el más crudo realismo, violento, directo, impactante.

La película Ladrones de bicicletas manifiesta la insolidaridad de las gentes, que dejan continuamente solo a aquel hombre desesperado

Contextos

En 1948, mientras en Italia comenzaba a regir la nueva Constitución que estableció la República Italiana en reemplazo de la monarquía, el neorrealismo ya había dado películas representativas, como Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini (1945), Obsesión (1943) y “La terra trema” (1948), de Luchino Visconti.

En ese año, Vittorio de Sica, que dos años antes había realizado El lustrabotas (1946), con un guion firmado, entre otros, con Cesare Zavattini, lleva a la pantalla Ladrón de bicicletas, que es considerada la película más emblemática del neorrealismo.

Si se aplicara una traducción literal del original italiano, Ladri di biciclette, la película debiera llamarse Ladrones de bicicletas. Ese título, como veremos, es más adecuado a esta historia que retrata la realidad de millones de italianos que intentaban sobrevivir en condiciones adversas.

Antonio Ricci, un hombre de mediana edad, periodista desempleado, al comienzo de la película, que transcurre en un suburbio de Roma, es contratado para pegar carteles publicitarios en la vía pública. Uno de ellos anuncia el estreno de la película Gilda, con la imagen de Rita Hayworth. Para llevar a cabo esa tarea se le exige que tenga una bicicleta. Contaba con una, pero estaba empeñada. Para poder recuperarla, María, su mujer, le da las sábanas de su casa para cambiar el objeto empeñado y así tener la bicicleta para el trabajo.

A poco de comenzar, en un descuido, un joven le roba el vehículo. Desesperado, comienza la búsqueda, junto a su pequeño hijo y un amigo. Transcurre todo el día recorriendo la ciudad, infructuosamente, persiguiendo al ladrón, recurriendo a la policía, a sus amigos y hasta a una vidente. Al día siguiente, en los alrededores de un estadio de fútbol, encuentra estacionada una gran cantidad de bicicletas. Busca la suya, no la halla y, preso de una gran impotencia, intenta apoderarse de alguna. Es descubierto, perseguido por un grupo de personas, abofeteado y queda a punto de ser detenido, ante los ojos de su hijo.

Vittorio de Sica toma una novela escrita por Luigi Bartolini y la adapta, logrando una de las películas más enternecedoras, conmovedoras e intensas y se la ha considerado una de las mejores de la historia del cine. 

Gemas

Villegas López ha dicho que “manifiesta, sobre todo, este valor fundamental que informa toda la película; la insolidaridad de las gentes, que dejan continuamente solo a aquel hombre desesperado, quizás porque no pueden hacer otra cosa, porque su propia vida les obliga a ello. La obligada solidaridad de los hombres en la guerra es siempre engañosa, porque lleva dentro esta soledad del hombre en el mundo, que se produce en la primera ocasión. El gran valor básico del filme es la angustia. La ansiedad tremenda del hombre solo, abandonado, que se siente innecesario en un mundo hostil, indiferente, formidable, como el hombre primitivo en el universo desconocido”.

Entre los méritos indelebles de la película, “la más humana que jamás se haya realizado”, según ha dicho Gabriel García Márquez, se cuentan la cruda, pero emotiva relación entre padre e hijo; y un tratamiento casi documental en las escenas callejeras de Roma, con su costado de realismo social y estudio de las conductas humanas en años de la posguerra.

De Sica contó, tal como fue una tradición en el neorrealismo, con actores no profesionales, que en cierta forma se interpretaban a sí mismos; utilizó cámara en mano en gran parte del desarrollo del filme, sacando provecho de la luz natural; contó con muy pocos recursos y la realizó en poco tiempo para economizar.

La obra fílmica obtuvo un Oscar de la Academia al mejor filme en idioma extranjero. Hoy, a setenta y cinco años de su estreno, mantiene su valor como fiel reflejo de una época, y de la crueldad que la necesidad imprime a la condición humana.

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