En medio de una época en la que todo es efímero, que los negocios cierran sus puertas porque no logran soportar la inestabilidad de los precios o la inseguridad, y pierden las esperanzas de todo posible progreso a corto plazo; un almacén histórico continúa vigente en las inmediaciones del Puerto de Paraná. En su interior, Gladys, de 84 años, compartió con Bien! su anhelo de que su rincón mantenga la esencia de una generación a otra.
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Entrar a este edificio familiar, ubicado en la intersección de Manuel Dorrego y Avenida Laurencena, es como ingresar a un espacio al que el paso del tiempo no ha podido corromper. Sus muebles antiguos, cuadros y variedad de productos; tienen como consecuencia que la imaginación viaje hasta el momento en que fue iniciado hace 60 años, aproximadamente.
Gladys Martínez es una mujer de baja estatura, cuyos pies se mueven a sorprendente velocidad y se combinan con sus ágiles movimientos para manejarse dentro del negocio que conoce de memoria. Tiene una mirada atenta, con la que da a entender que escucha con detalle a cada cliente que se acerca a comprar. Inspira fortaleza, sacrificio, dedicación y entrega; ejemplo que le otorga a las generaciones de mujeres que la prosiguen en el almacén.
Así como la ubicación es estratégica para atraer a quienes pasean por la Costanera paranaense, en su momento, Carlos Felipe Yelpo decidió mudarse a esta casa debido a la comodidad que le brindaba al trabajar como estibador del puerto en la zona. A los 24 años, su cuñado le ofreció ser socios y encargarse del almacén, ya que su madre estaba enferma y necesitaba un oficio sedentario para cuidarla.
A los 33 años conoció a Gladys, se casaron y tuvieron dos hijos: Emilce y Carlos. La primera es la actual encargada del negocio desde que su papá falleció en 2019 a causa de colitis ulcerosa. Recibe esporádicamente la ayuda de su hermano y la de Gladys, quien está diariamente atendiendo y cuidando de su nieta que crece en el almacén.
Laboriosa desde pequeña, empezó a trabajar cuando tenía 16 años para ayudar en la economía familiar. Posteriormente se formó como enfermera y trabajó en el hospital San Martín: “Integré la Asociación de Anestesistas y ejercí durante 32 años, hasta que me jubilé a los 55. De tarde le daba una mano en el almacén a mi marido, aunque había semanas enteras en las que estaba de guardia y no podía”, recordó con nostalgia y agregó: “Es un oficio sacrificado. Para mí todos los trabajos son difíciles, desde el albañil, el policía o la empleada doméstica. Durante la infancia de nuestros hijos, teníamos a una señora que nos ayudaba con su cuidado porque yo no sabía a qué hora volvía a mi casa”.
El negocio atravesado por el cambio de época
Si bien Gladys va a cumplir 85 años, utiliza palabras como “porrón” o “pibe”, que demuestran que ha crecido en el ambiente comercial. Según comentó la entrevistada, aún se conservan algunos pactos entre dueños y compradores: “Mi hija les mantiene la libreta a los clientes antiguos, pero no les pone precios porque aumentan constantemente. Se han perdido muchos códigos. Igualmente, los jóvenes son educados y pacientes”. Asimismo, manifestó su descontento ante la incorporación de las rejas: “Hay gente que conozco y que quiero dejar ingresar, pero no puedo hacer diferenciación. Tenemos el problema de la inseguridad, ya nos han asaltado cuatro veces, siempre a mano armada. Mi marido tampoco quería esa solución, pero no nos quedó opción y fuimos los primeros en la zona en poner rejas”.
Uno de los secretos que su esposo le enseñó a Gladys para trabajar en el negocio, es que se debe tratar bien a la gente. “Mi marido nunca tuvo enemigos, aunque había clientes que no se portaban bien. Le encantaba charlar, creía que lo estaban visitando a él”, añadió riéndose.
También se mantienen algunas costumbres con el paso del tiempo. Aún es un punto de encuentro para los policías, quienes aprovechan unos minutos para ingresar a consumir alguna infusión y sentarse a conversar con Gladys y Emilce, así como alguna vez lo hicieron con Carlos Yelpo.
Las adversidades del oficio
“Creo que estos años, desde la pandemia, han sido los más difíciles en la historia del negocio. Perdimos varios clientes porque no podían pagar sus cuentas. Cada vez es mayor la inflación, hay gente que te pide $50 de yerba o de azúcar, nosotras abrimos los paquetes y vendemos sueltos”. No obstante, afirmó con optimismo que siempre cree que la situación puede mejorar.
Finalmente, Gladys insistió en que en el almacén se sacrifican muchas horas: “Los años y la vida se te van. No tenemos otras actividades recreativas por falta de tiempo. Lo positivo es que podemos atender a la piba, a mi nieta, que crece en el negocio. Se llama Francesca y tiene seis años”. Más allá de las dificultades, desea que el comercio continúe siendo atendido por sus descendientes en el futuro y está convencida en que se debe perseverar para progresar laboralmente.
El almacén es un lugar de paso para el resto de los vecinos. Ir a comprar no solo significa adquirir lo que escasea, sino encontrarse con otros compradores, con quienes atienden y enterarse de las novedades del barrio en cuestión de minutos. El interior es como una especie de laberinto, en la que solo quienes trabajan hace años logran recordar la ubicación de cada producto. El negocio es un símbolo de historia como los dos personajes que le dan nombre a su esquina; y Gladys, una pieza clave en la narración del almacén.
“Me gustaría que el almacén pase de generación en generación”
“Se ha perdido el valor de la palabra”