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El cadalso en Paraná

La plazoleta de la Trinidad, donde se encuentra el cementerio Municipal, era en Paraná el destino final del trágico camino de los condenados a muerte en el período de la Confederación.
La condena a muerte fue motivo de intensos y profundos debates en el siglo XIX. Argumentos favorables y contrarios a la medida nutrieron las discusiones de un tema que hoy, en función de emergentes sociales, vuelve a saltar a la luz. El rescate de dos registros testimoniales de la ejecución de la sentencia terrible, permite traer al presente lo dramático de una medida extrema que, la pena capital, que en Paranà se aplicó hasta 1894.

Más allá de las cuestiones económicas, la inseguridad hace tiempo está al tope de las preocupaciones de los argentinos y nos empuja cada vez más a la idea de  acciones punitivas más duras. Incluso la consideración de la pena de muerte ronda algunos espíritus, cuando la inseguridad en los grados superlativos en que aparece, nos toca de cerca. Se trata de una cuestión inquietante que desde lo social vuelve a plantear un debate propio del siglo XIX.

En este sentido resulta interesante la relectura de una publicación  que data de 1857, La abolición de la pena de muerte por De G.  (así figura el autor).  De la lectura detenida tomamos un párrafo en que describe el hecho que lo ha impulsado: “Clorinda Sarracan había sido sentenciada a muerte; el pueblo conmovido trató de salvarle: algunos llevados de un error, santo  en el fondo, alegaban en defensa de la infeliz y en apoyo de aquella, impunidad de otros  crímenes, imputaciones falsas y vagos sofismas; el sentimiento era bueno, lo repetimos, pero era defectuoso; entonces para despojarlo de sus defectos (no pedir indulgencia sino impunidad) e impulsados de un sincero sentimiento de rigurosa justicia, publicamos – señala el autor- en Reforma Política, el artículo que reproducimos en esta letra, para que sea mejor reconsiderado por nuestros lectores”. Cabe señalar que el autor no toma posición frente al hecho puntual, pero de manera interesante,  sí  fundamenta su posición contra la pena de muerte, desde  la moral, las leyes y la religión. 

Cierra su argumentación reflexionando: “Enterrado el cadáver del ajusticiado nadie se acuerda de él, y el criminal ni piensa en sueños que puede llevar el mismo rumbo.”

Y concluye: “Es menester que el ejemplo sea de todos los días, de todas las horas, y que su impresión se grabe en el corazón de todos los hombres, que mirarán espantados el sufrimiento prolongado del encierro.” Buenos Aires. Enero 20 de 1857.

EN LA CAPITAL DE LA CONFEDERACIÓN

En el mismo marco temporal, un testigo presencial,  Juan Gimenéz, que fue Oficial 1° de la Municipalidad, en su obra Paraná Capital de la Confederación Argentina. Recuerdos Históricos, (1906), recorriendo la ciudad, recuerda los grandes días de la organización y focaliza un instante de ejecuciones. 

“Designada Paraná Capital Provisoria, se federaliza el territorio y Danunzio construye la Casa de Gobierno, donde se instalan el Presidente,  los Ministros. La Contaduría, la Fiscalía de Estado y la Tesorería, la Inspección General de Armas, el Departamento topográfico y al fondo  el Museo. Sobre calle Corrientes se instaló la Cámara de Diputados. …

“¡Flotaba la sombra y el espíritu de la justicia bárbara! Ante la conciencia del magistrado, el mandato imperativo de la ley; ante la pasión del pueblo, la sombría irresponsabilidad del cadalso… Y más allá, ¡el verdugo!… Hacia un lado, la plaza del Hospital; hacia el otro, la plazoleta de la Trinidad (cementerio público). En ambas el banquillo, en ambas, el verdugo … “Aún tengo presente y conservo vivo y palpitante el recuerdo de aquellos tristes y desgarradores espectáculos.

“Cuando iba a tener lugar una de esas ejecuciones, el que estas líneas escribe, era el designado para dar lectura al reo de su sentencia de muerte, porque el Escribano del Crimen, Don Casiano Calderón, por su avanzada edad,  por su sensibilidad de espíritu y por sus enfermedades, no podría presenciar esta clase de actos que le destrozaban el alma.

“Dictado el fallo de la pena de muerte, la confirmación del Superior Tribunal y el cúmplase del Ejecutivo, se señalaba el día siguiente a las diez de la mañana para la ejecución.

“Acompañado del Alguacil Ejecutor y de un sacerdote, me trasladaba a la Cárcel Pública. Llegados al lugar y formada la doble guardia en cuadro, era conducido el reo, asegurado con una barra de grillos. Allí, hincado de rodillas escuchaba las tres sentencias que, íntegras, se las leía.  En seguida, ayudado por  un sacerdote, pasaba al calabozo donde puesto en capilla, oía, del Ministro de Dios las exhortaciones de la religión… ¡Ultima hora, hora mortal! …

La memoria del pasado vuelve entonces… Y flota… Flota como en una enorme sombra de remordimiento y de fatalidad; flota como en un trágico gesto de desolación y de protesta; flota silenciosa, flota persistente bajo la visión anhelada del perdón…¡Pero tarde! Desde que los hombres han hablado a la muerte y la muerte ha respondido con su guadaña. …

Al otro día, numeroso pueblo, ancianos y jóvenes, mujeres y niños, – como si fuera a presenciar alegres festividades, rodeaba el local de la cárcel en todas direcciones. A la puerta donde estaba preparado un pequeño y desmantelado carro, subía el reo con dificultad por la pesada barra de grillos; a su lado, el sacerdote hablándole en voz alta, dándole alientos de resignación y de fe  como verdadero cristiano.

Rompía la marcha precedida por una ligera fuerza del Escuadrón Extramuros unas veces – otras por una compañía del Piquete-; detrás el reo y el pueblo que le seguía, observando en sus más mínimos detalles, los movimientos y las acciones.

Generalmente el reo daba el frente al pueblo, fumando un cigarrillo. ¿Desprecio hacia la muerte, conformidad con el destino; profanación del sacrificio, acaso? ¿O acaso inconsciencia, brutalidad o efectismo rebuscado?

De todas maneras,  el hecho impresionaba. Se estaba en presencia de un cadalso levantado en nombre de Dios y de la Ley. Se escuchaba la voz de la Justicia inapelable, se miraba el filo de la cuchilla invencible… A un lado, formada la guardia, hacia el otro, preparada la tragedia… ¿Era noble y era bello aquel gesto?   …

Entre las muchas ejecuciones de esos tiempos, tres me quedaron muy grabadas.  Una la de los hermano Caraballo, fusilados uno en la plaza del Hospital y el otro en la  Trinidad, a la misma hora. Llenó de gran consternación  por las circunstancias que mediaron para la consumación del crimen; por ser hijos de esta localidad, tanto la víctima como los victimarios y pertenecer a familias conocidas; la otra, la de tres paraguayos autores de un horrendo y alevoso asesinato  cometido en el Departamento La Paz.  Dos de ellos fueron fusilados y al tercero, atendida su minoría de edad, se le condenó a presidio por tiempo indeterminado, debiendo presenciar las ejecución de sus compañeros, sentado en el banquillo. Los tres estaban colocados en fila… Un tercero, italiano que  asesinó a una mujer que vivía arriba de la barranca, en el puerto viejo, fue fusilado en el lugar  de la Batería, donde hoy existe el Parque Urquiza. …

El 4 de junio de 1894 se aplicó por última vez la pena de muerte en Entre Ríos. Había sido pedida al Gobernador Hernández por el pueblo de Paraná que solicitaba, además, que no fuera conmutada la pena.

El testimonio de Giménez concluye destacando la abolición de este tipo de condenas cuando expresa: “Pero volvamos. Aquellas épocas funestas ya pasaron. … Un soplo  de misericordiosa compasión cruzó sobre los pueblos y sobre las legislaciones”.

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